Black Sabbath; La distorsión en las sombras

No sé exactamente cuándo empezó todo. Como lo bueno en mis memorias, sólo está ahi para cuando es necesario recordar. Sé que fue Sabotage el primer álbum que vi de ellos, esa portada extraña que parecía una broma, toda la banda frente a un enorme espejo, pero su reflejo miraba exactamente para el mismo lugar, el infinito. Esa portada contiene algo que me hablaba, algo que no tenía nombre pero al sonar su primera canción ya nada importó. El sonido era desordenado, malvado, como si estuviera afinado con una navaja y una resaca. El desenlace de Hole in the Sky me atrapó de inmediato. Esa me cruzó distinto. Era como un grito desde otro plano, una señal rota enviada desde el borde del mundo. Algo me decía que no todo estaba aquí, que había un agujero por donde escapar o mirar, y que Sabbath era el que lo había encontrado primero. Un sonido sucio, pero con precisión. Era rabia contenida. Y yo sentía que lo entendía, aunque no pudiera explicarlo; No fue hasta Symptom of the Universe que fue profundamente estremecedor su sonido, esa primera vez, yo no estaba listo. Nadie lo está. Esa guitarra es una bestia, un animal con los dientes torcidos que corría directo a mí. Era como escuchar el nacimiento del caos y, al mismo tiempo, una súplica amorosa escondida entre los escombros. Esa canción me hizo sospechar que todo lo demás, la música "normal", las palabras comunes, eran mentira. Una máscara. La distorsión, en cambio, es verdad. Una sucia y rasgada, pero ante todo verdad, donde Black Sabbath siempre está ahí para mí.

Después vino Vol. 4, como una espiral que me envolvía, más cálido pero más triste, como si alguien me abrazara con una chaqueta de terciopelo sucio y me dijera que ya nada iba a estar bien pero que eso también era música. No me quedé mucho tiempo ahí, tenía que seguir escuchándo todo lo posible de ellos, era un sonido profundamente nuevo para mi. Después, después fue como si alguien me abriera el cráneo y metiera el primer disco de Sabbath directamente en mi sistema nervioso. Ahí ya no hubo vuelta atrás. Esa cosa oscura, pesada, hipnótica, con pasos que se acercaban en la lluvia, con la voz de Ozzy sonando como si supiera algo que yo no, como si me estuviera contando una profecía que nadie más podía escuchar. Recuerdo con mucho cariño la leyenda de su portada. Era como cuando juegas a contar historias de terror. La extraña mujer que aparece al centro del disco, dicen los miembros de la banda, apareció misteriosamente en la fotografía tomada al molino que aparece de fondo. Una mujer vestida de negro que, si te le quedabas viendo por mucho tiempo, podría brincar de la portada para perseguirte. Nunca me atreví a ver demasiado ese disco, cerraba los ojos hasta quedar profundamente dormido con su místico sonido acompañándome en la noche. 

Cuando estaba recién descubriendo el metal. Apenas empezaba a entender que el mundo musical era más vasto que lo que creía, y de pronto me encontré, con un casette, uno extraño, brutal, de producción turbia, decía Black Sabbath y debajo un bebé diabólicamente rojo, pero tenía otra voz al frente, no era Ozzy. Y me confundí. ¿Cómo era que había otro cantante? ¿Cómo era que Sabbath podía ser otra cosa y aún así sonar como sí mismo? Pero lo era. Born Again era Sabbath, solo que en otro espejo. Más roto, más grotesco. Lo acepté. Lo entendí tarde. Era como si la banda no tuviera una forma fija, como si fuera una criatura que mutaba pero nunca dejaba de respirar en la misma frecuencia que yo. Desde entonces, Sabbath no solo fue música. Fue compañía. Desde la prepa, desde esos años donde todo es demasiado. Desde ahí, Sabbath empezó a acompañarme como un conjuro secreto que solo algunos reconocen, como un código oculto en las sombras.

Una vez un viejo teatrero me miró y sin aviso soltó, “¡Black Sabbath por siempre!” Y yo ni siquiera había hablado del tema. Se que no usé sus playeras hasta tener mi propio dinero, ¿Cómo sabía de mi fanatísmo por Sabbath?, no lo sé, pero él lo sabía. De pronto toda una compañía se asoció con el sonido de Sabbath. Como si fuera mi olor. Como si yo oliera a bulbos quemados y fuzz. A mí eso me pareció hermoso.

Recuerdo una tarde cualquiera, en casa, con las bocinas de la computadora a todo volumen, sonaba Paranoid, y mi madre entró, me miró y dijo, “No sabía que te gustaba Black Sabbath.” Pasmado, y extrañado, le pregunté cómo sabía quiénes eran. Su respuesta fue inmediata, sin drama, sin pausa, “yo también los escuché, cómo no voy a saber, son Black Sabbath.” Así, como si eso lo explicara todo. A la vez, lo hacía. Paranoid no fue solo un disco, fue una grieta que se abrió entre lo que yo era y lo que me convertí. Lo escuché como quien se topa con una verdad que ya sospechaba pero nunca se había atrevido a decir en voz alta. Desde el primer golpe de batería hasta ese riff imposible de ignorar, el álbum me sostuvo de la garganta y me dijo, sí, estás roto, y está bien. Cada canción era un reflejo agrietado donde podía verme sin disfraz. Iron Man me hablaba del peso de ser incomprendido. War Pigs era la rabia que no sabía nombrar. Electric Funeral me susurraba que el mundo ya se estaba quemando y que tal vez, sólo tal vez, eso también podía tener ritmo. Planet Caravan. Es una deriva. Un viaje a través del humo que no arde, del espacio que no duele. Cuando la escuché por primera vez pensé que Sabbath se había ido demasiado lejos, y luego entendí que simplemente me estaban esperando allá. No hay riffs violentos ni gritos, pero todo está dicho. Es una oda cósmica hecha desde la tristeza. No a las estrellas, sino a lo que hay entre ellas. Como si los instrumentos flotaran y Ozzy cantara dormido, o muerto, o ambas cosas. Escucharla es dejar el cuerpo atrás. Es mirar por la ventanilla de una nave oxidada, rumbo a ningún lugar, y aun así sentir que vas llegando a casa. Me enseñó que dentro del metal también hay ternura, y que a veces el amor más honesto es el que flota sin dirección, como ese piano que parece respiración, como ese eco que nunca se apaga del todo. Desde entonces, cuando no puedo con el mundo, no me encierro, me subo a Planet Caravan, y me pierdo en el polvo estelar que dejó Black Sabbath para quienes sabemos que incluso el vacío tiene música. el más oscuro. Y ahí, justo ahí, Sabbath lo dijo primero, o al menos lo escuche de ellos. Electric Funeral se convirtió en uno de esos temas que me perseguían. La escuchaba y sentí que describía un futuro que ya nos había pasado. Una especie de noticiero cósmico narrado por guitarras y batería. No era terror lo que me provocaba, era reconocimiento. Sabía que lo que decían era cierto, y por eso me tranquilizaba. A su modo, Sabbath me decía, sí, todo esto está fregado, pero aquí estamos, gritando igual. Mi canción favorita, tal vez, de siempre, sea Paranoid, es una risa amarga con la que me siento muy cómodo, es mejor que cualquier diagnóstico que me hayan dado de algo. Llegó como llegan los pensamientos que uno no quiere tener, de golpe, sin pedir permiso. El riff entra como una alarma que nunca se apaga, como una verdad insoportable repetida en bucle. La primera vez que la escuché sentí que alguien estaba cantando lo que yo no sabía decir. Esa ansiedad sin nombre, ese “no sé qué me pasa” convertido en ritmo. No tiene adornos. No tiene épica. Solo una confesión disfrazada de velocidad. Ahí está su poder, su elegancia trastocada en la urgencia. En algo que te grita que no estás bien pero sigues, que algo está roto pero no debes de parar. Paranoid no te consuela. Lo escuché una y otra vez hasta que dejó de ser música y se volvió parte de mí, como una voz que nunca me ha abandonado del todo. Te expone. Creo, que por eso la amo. Porque no se disculpa. Porque me hizo sentir menos solo cuando más confundido estaba. Porque a veces el pensamiento más claro que uno puede tener es el sinsentido y el caos. 

Antes de Heaven and Hell y después Mob Rules, y antes de llegar a Die Young, ya conocía la voz de Dio, en Rainbow y Dio; perdón querido lector, yo escucho todo como va a apareciendo en mi vida, y lo comparto como mis recuerdos me lo evocan, no sé de fechas, ni de lanzamientos, solo sé que cuando escuché esa voz familiar en Sabbath, no supe cómo sentirme. La belleza con la que Dio cantaba sobre desaparecer pronto era una especie de rendición que no se sentía cobarde. Era digna. Era trágica, sí, pero brillante. Como si morir joven fuera una forma de entenderlo todo más rápido. De quemarse a tiempo. Como si el riff dijera “apúrate, porque esto ya no va a durar.” Es extraño para mí el disco de los angelitos que fuman y apuestan, pero cuando sonó Heaven and Hell fue una sentencia. Una verdad tallada a fuego en la voz de Dio, que no canta, advierte. Sentí que alguien me estaba poniendo un espejo delante, uno que no mentía, uno que mostraba al mismo tiempo el rostro del ángel y el del monstruo. Hay algo casi ceremonial en ese bajo que camina como si supiera lo que viene, algo ritual en la forma en que cada estrofa te empuja a mirar más profundo, más allá. No hay moraleja, no hay redención garantizada, solo la certeza de que todo lo que brilla puede volverse sombra, y viceversa. Heaven and Hell es la canción que me hizo entender que el metal no es solo sonido, es destino. Que la línea entre la caída y el ascenso es delgada, cruel, y que todos estamos bailando sobre ella sin darnos cuenta. Dio lo canta con una autoridad que da miedo. Como si ya hubiera estado ahí. Como si hubiera visto a Dios y al Diablo reír juntos, fumando, sabiendo que al final todo se mezcla. Desde entonces, cada vez que la escucho siento que hay algo que se decide adentro de mí. No sé qué. Solo sé que Heaven and Hell me lo recuerda. Que vivir es elegir, y elegir es perder. Pero también es arder. 

Cuando llegué al Headless Cross fue otra iglesia. Ya no buscaba respuestas. Solo quería resistir. Y esa era una misa para los que ya no tenían dioses, pero seguían rezando. Porque algo tenía que quedar. Pero no fue el álbum entero lo que me marcó. Fue esa canción. Esa sola canción, como una torre gótica en ruinas que aún canta cuando sopla el viento. Regreso de vez en cuando solo a Headless Cross, sólo ese tema por que encontró en un momento donde ya no me interesaban las promesas ni los cielos, donde todo lo sagrado se me había caído de las manos, roto en pedazos que ya no intentaba juntar. Apareció esa voz. Esa voz que no suplicaba, ni gritaba, ni se arrastraba. Era una voz que conocía el terror, pero no se arrodillaba ante él. Cantaba desde adentro del miedo, como si lo habitara. La voz de Tony Martin tiene algo poderoso, casi profético, en esa atmósfera espesa, en ese riff como campana funeraria, en ese teclado espectral que no venía del cielo ni del infierno, sino de otro plano más cerca del nuestro, donde los condenados solo quieren ser escuchados. Ahí estaba yo. Escuchando. Acompañado por una canción que parecía haber sido escrita para quienes ya no esperábamos nada, pero tampoco nos habíamos rendido del todo. Un rezo de los que saben que nadie va a responder, pero igual lo dicen. Porque no rezas por fe, rezas por costumbre. Porque lo aprendiste. Porque en la infancia alguien lo susurró. Porque el silencio es peor. Headless Cross no me dio consuelo. Me dio presencia. Me recordó que hay música que no se hace para salvarte, sino para hacerte compañía mientras todo arde. En esa compañía, extrañamente, encontré fuerza. La canción no prometía nada, no ofrecía redención. Solo un lugar donde quedarse quieto mientras afuera todo se derrumba. Y yo me quedé ahí. En esa melodía sombría. En ese estribillo que parece escrito con tinta de sangre seca. Podrán venir otras voces, otros discos, otros días. Pero Headless Cross, la canción, no se mueve de donde está. La guardaré siempre cerca de mí. Como se guarda un talismán roto. Como se guarda una herida que aún arde pero ya no sangra.

Vuelvo a esos discos una y otra vez, a veces por necesidad, a veces sólo por que sí. Como quien vuelve a un idioma que solo habla dormido. Cómo para ponerme a prueba si olvidé su sonido. Entonces entendí que Sabbath no era una banda. Es un refugio sónico. Una casa sin paredes, donde los solos te hablaban como voces familiares. En 2016 los vi en México, se rumoraba no habría más conciertos, como en muchas otras ocaciones, pero esa vez, sí me la creí, fue cuando comprendí que Sabbath es necesariamente importante para mi, esa noche fue como cerrar un ciclo que no sabía que tenía abierto. Estaban viejos, sí. Pero sonaban como si el tiempo no hubiera podido tocarlos. Como si ellos fueran quienes lo inventaron. Como si el reloj tuviera sentido del ritmo solo porque Sabbath lo enseñó. Cómo si hubieran tocado sólo para mi mientras recordaba mi vida a la distancia.  Después, en 2025, vi Back to the Beginning, el último concierto, dicen los rumberos, ahora sí es el último. Lloré, una vez más estaban para mi y Ozzy se despedía con la voz entrecortada y antes de poder revelarse vulnerable anunciaba la siguiente canción. Fue como ver morir a un planeta. Cómo si nunca pudiera volver a dónde todo esto comenzó, como si no fueran a estar, cómo si de pronto desaparecieran y alguien en una charla cualquiera recordará a una agrupación metalera como si no hubiera sido extraordinaria.  No sé por qué sigo pensando en todo esto. Tal vez porque Sabbath me sigue hablando. No con palabras, sino esos tonos. Con rugidos eléctricos. Con confesiones en forma de distorsión. Como si N.I.B., Children of the Grave, Into the Void, Symptom of the Universe, Die Young, Paranoid, Headless Cross,Caravan, Keep It Warm… y todos los demás temas fueran parte de un gran código secreto y aunque el mundo se desmorone, aunque nadie más entienda, yo pondré un disco de Sabbath. Aunque sea por un rato. Aunque sea sólo en mi cabeza. Para mi. 



Comentarios

Entradas populares