Conchas Prestadas y Trinchetes de Guerra - Playlist
Hay voces que suenan como si las cantara un cangrejo viejo, con los dientes rotos, la armadura oxidada y el alma cubierta de algas. Voces que te gritan desde el fondo, entre botellas vacías y tenedores rotos, como si el mundo se hubiera deshecho hace mucho y nadie hubiera notado la caída. Hay canciones que son frágiles como una concha agrietada, como una memoria que flota en el agua salada, sin destino. Notas lo-fi, folk de juguete, ecos de algo que alguna vez significó hogar. Otras, en cambio, golpean como latigazos rítmicos, palabras feroces que denuncian el plástico, la pantalla, el cinismo con que nos vendieron el planeta como un souvenir barato. A veces suena un piano en llamas, tocado por alguien que intenta gritarle a la marea. Frases que nos recuerdan que venimos de la tierra y ahí volveremos, aunque sigamos insistiendo en enterrarla con residuos. Luego, aparece la ternura, una muy tímida, brillante, encerrada bajo capas de ansiedad, como una perla escondida en una carcasa fea. Eso también somos. Hay sinfonías rotas. Alegres como una pesadilla de feria. Melodías demente que ríen demasiado fuerte, como jefes de videojuego deformes por una felicidad que ya no les cabe. Hay caos controlado, rabia con ritmo, beats punks que gritan desde el interior de una lata oxidada. Sonidos que bailan sobre la desesperación. Otras veces, la rebeldía llega con elegancia. Como quien sonríe al escupir una verdad. Canciones que dicen “no me callo” mientras siguen bailando sobre escombros. También hay murmullos dulces que conversan con la muerte. Que la nombran sin miedo, que se despiden de lo que alguna vez brilló con los ojos abiertos. En medio de todo, aparece una isla flotante hecha de basura, de colores, de estilo robado al colapso. Una estética del fin del mundo. Una elegancia que viene de saber que no hay regreso. Que flotar es, a veces, la única forma de no hundirse. Hay hechizos electrónicos lanzados por criaturas heridas. Voces distorsionadas que nadan en gelatina. Susurros que parecen llegarte directo al corazón desde el fondo de una pecera mal lavada. Hay descensos suaves como poemas industriales que nos arrastran al gran abajo sin resistencia. Oscuros. Hipnóticos. Inevitablemente bellos. Después de todo, cuando ya no queda nada, cuando los jefes han sido vencidos y la montaña de basura se derrumba sobre todos por igual, aún queda algo. Un respiro. Una melodía sin palabras. Como si el amor, el más pequeño y resistente de todos los seres, flotara entre los escombros buscando un hogar. Esta lista no se escucha. Se habita.
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