Para Jimi, de la Región Eléctrica
¿Fue acaso un sueño lo que escuché?
¿Un lamento eléctrico cruzando con polvo
de un cassette viejo?
¿O era un joven que hablaba por la radio?
Tal vez fueron sus cuerdas tensadas por fuego
No sé cuándo empecé a escucharte.
Tal vez fue en un susurro que robé sin saberlo a Dylan,
en una calle sin nombre, otro autor que no recuerdo buscar.
Un amanecer donde el tiempo olía a madera quemada.
Te conozco sin haberte buscado.
Tus notas viven en rincones de mi memoria donde no entra el calendario.
Ahora, que sé que te fuiste hace tanto, me duele saberlo como si acabara de ocurrir.
¿Por qué me pesa tu ausencia si siempre estuviste en mi oído?
¿Por qué "Along the Watchtower" suena hoy como despedida,
cuando antes era viento?
Tal vez porque, al leerte,
descubrí que no eras leyenda,
sino muchacho,
soñador,
sereno,
rotundo.
Y ahora que he cerrado el libro,
¿dónde dejo esta tristeza que vibra en re menor?
¿Dónde guardo el milagro de haberte oído sin haberlo notado?
Nunca supe cómo llegó tu música a mí. No recuerdo haber elegido poner un disco, ni buscar tu nombre entre las canciones de otros. Solo sé que, una tarde cualquiera, sin aviso, tu guitarra comenzó a chillar como águila. Era como si el viento hubiese aprendido a tocar acordes y se colara por la ventana de mi cuarto, justo cuando el mundo parecía callar. Yo no sabía que te llamabas Jimi. No al principio. Solo escuchaba esos sonidos que no eran ni tristes ni alegres, sino todo a la vez. Ráfagas de emociones sin nombre. Riffs que parecían pelearse entre sí y, de pronto, abrazarse como hermanos. Me quedaba quieto, con los ojos perdidos en el techo, como si la música pudiera atravesar el concreto y subirme al cielo. Entonces, mucho tiempo después de esas primeras notas, leí un libro que escribiste sin hacerlo, la compilación de una especie de tus memorias, recuerdos, apuntes perdidos, entrevistas cortadas, tu voz. Empezar de cero. Me dolió leerte porque por fin algo entendí de ti. De pronto, el chico que tocaba desde un lugar sin tiempo tenía rostro. Tenía ideas, ternura, heridas. No eras un dios del rock, eras un niño asombrado que nunca dejó de mirar las estrellas. Un joven que hablaba de la guerra como si doliera tocarla. Que decía que el amor debía sonar como un suspiro. Que creía que las canciones eran criaturas vivas que solo necesitaban un cuerpo para nacer. Te vi. Te vi tallar castillos con arena, aun sabiendo que el mar vendría. Te vi caminar solo entre multitudes, con la cabeza llena de colores imposibles. Te vi amando la vida con tanta fuerza que la quemaba al tocarla. Me di cuenta entonces que no te había conocido y siempre estuviste. Que tus canciones me acompañaron en momentos en los que ni yo mismo sabía que necesitaba compañía. Que tu guitarra me sostuvo en tardes sin palabras, en calles grises, en ideas que no sabía cómo decir. Ahora que sé que ya no estás, que te fuiste antes de que yo naciera, que nadie te pudo retener, me duele. Me pesa como si hubiese perdido a un amigo que me escribió cartas sin remitente durante toda mi vida. Pero también me deja algo. Una especie de fuego suave. Un impulso por crear sin razón. Por caminar mirando las sombras de los árboles. Por dibujar lo que no existe. Por divagar sin culpa. Porque sí, Jimi, inventaste un universo en cada nota, quizá yo también pueda construir uno en cada pensamiento. Te recuerdo sin lágrimas. Con acordes. Con hojas que bailan al viento. Con canciones que empiezan de cero… una y otra vez. Aquella tarde, cuando más te recuerdo, yo quería estar solo. No triste, no enojado. Solo. Con el viento. Les dije a mis amigos que no iría, que no quería hablar, que tenía algo importante que hacer. No supe cómo explicarles que lo importante era nada. Era quedarme quieto en un parque con los audífonos puestos, dejando que la ciudad se desvaneciera entre el sonido de una guitarra que sonaba como si alguien estuviera lavando el alma con fuego. Sonabas tu Jimi. De pronto no estaba en el parque. Estaba brincando entre nubes suaves como el estribillo de “Little Wing”, donde una chica con alas hechas de pensamientos me miraba y decía:
Fly on, little wing…
Y yo volaba.
Imaginé tener una fábrica. Pero no de cosas. Una fábrica de ideas. De sueños hechos a mano, ensamblados con sonidos distorsionados, pintados de púrpura, como ese neón que deja el sol al morir. Una fábrica donde las máquinas giraban al ritmo de “Purple Haze” y los trabajadores bailaban sin saberlo, como si el alma se les moviera con cada riff.
Scuse me while I kiss the sky…
Eso quería hacer. Besar el cielo. Besarlo con los ojos cerrados y los pies apenas tocando el pasto. Mientras mi cuerpo estaba ahí, sentado sobre la tierra, mi mente vagaba por torres de vigilancia abandonadas, por castillos de arena que se deshacían en cámara lenta.
And so castles made of sand fall in the sea… eventually…
Pensé que la soledad no siempre duele. A veces es un lugar sagrado. Un pequeño templo donde uno va a conversar con los muertos que aún cantan. Con los vivos que aún duermen. Con uno mismo. Aunque Jimi nunca me conoció, esa tarde me habló. En cada nota de “Bold as Love”. En cada rugido de “Voodoo Child”. Me dijo que estaba bien ser diferente. Que era necesario, incluso.
If my baby don’t love me no more… I know her sister will.
Reí. Porque incluso en su tristeza había una carcajada escondida.
Cuando el sol se escondió detrás de un edificio y el cielo se volvió una pista de baile vacía, supe que era hora de volver. Pero algo de mí se quedó ahí, flotando entre los acordes, como una nota más sostenida en el aire. Todavía hoy, cuando cierro los ojos, escucho esa fábrica trabajar. No produce dinero. No produce fama. Solo sueños, guitarras, y tardes que no necesitan explicación. Ahora sigo queriendo estar solo. No por huida. No por enojo. Solo por que sí, como una necesidad. Pero todos esperan que me quede. Que hable. Que ría. Que esté presente. Creo que les agrado, y eso me confunde. Porque a veces, cuando todos me miran como si fuera parte de algo importante, yo me siento como una cuerda suelta en una guitarra olvidada. No me duele, exactamente. Pero me pesa. Como una chamarra húmeda que no puedes quitarte. Regreso, sin moverme, a esas tardes en las que el mundo era solo una habitación y el espectáculo principal era el polvo cayendo en la luz. Eso me parecía milagroso. El tiempo, visible. Cayendo lento, como una lluvia de partículas doradas que decidían posarse, justo ahí, sobre el gran amplificador. Ese amplificador… tan callado y tan lleno de ruido acumulado. Un tótem de energía dormida, esperando que alguien lo encendiera otra vez. Recuerdo quedarme mirándolo sin pensar. Mientras sonaba “1983… (A Merman I Should Turn to Be)”, todo se volvía acuático, lejano, onírico. Yo flotaba. No dormía, no despertaba. Solo flotaba en mi propio mar mental.
Hurrah, I awake from yesterday…
Gritabas Jimi. Yo pensaba, ojalá yo también despertara. Pero no del ayer. Del ahora. Despertar no para correr, ni para estar con todos, sino para quedarme más firme en mí, en este estado intermedio donde el polvo baila y la música canta en voz baja. Un lugar donde no necesito explicar que estar solo no es estar mal, sino estar completo, al menos por un rato. Tal vez eso es lo que entendías. Que hay belleza en el no pertenecer. En el ser distinto y observar, en el hablar con la guitarra en lugar de con la multitud. Ahora creo lo entiendo, aunque a veces me sienta abandonado, sé que soy como el amplificador, callado, sí, pero lleno de posibilidades que solo necesitan una chispa. Tal vez por eso sigo dibujando, o revoloteando palabras. Tal vez por eso sigo escuchando. Porque en ese polvo dorado, en esa luz que corta el aire, en ese recuerdo de un riff imposible, sigo encontrando compañía. Tal vez, sólo tal vez, yo también esté empezando de cero. Tal vez por eso All Along the Watchtower es tan importante para mí. Porque no es una canción. Es una grieta. Una rendija por donde uno se asoma y ve el mundo no como es, sino cómo podría ser si alguien dijera en voz alta lo que siempre hemos callado.
There must be some kind of way outta here…
Dice tu voz, como un pensamiento que se escapa. Lo he pensado tantas veces, sin saber cómo ponerlo en palabras. Ese muro entre la razón y el instinto. Entre el bufón que ríe y el ladrón que entiende todo. Entre la torre donde vigilan… y el campo que arde. Dylan la escribió como quien sueña lúcido, y tú la gritas como quien quema el sueño para hacerlo verdad, esculpiste con fuego y electricidad, y en tu voz, ya no era una profecía. Es un espejo. Me vi. Vigilante y vulnerable. Solitario entre multitudes. Esperando una señal que nunca llega, pero que resuena en cada distorsión. Tal vez por eso me duele tanto. Porque en esa canción, están ellos dos. Pero también estoy yo. Y tú. Y todos los que alguna vez quisieron salir sin saber a dónde. La torre sigue en pie. Y yo sigo mirándola desde abajo, con los audífonos puestos, el polvo cayendo, y la esperanza, de que alguna cuerda, en algún lugar, vuelva a vibrar.
Para ti, Jimi,
Que tejiste plegarias con distorsión,
que elevaste los dedos del mundo hacia una tierra prometida hecha de sonido,
que tocaste a los dioses con una Stratocaster y dijiste:
“Esto también es fe”.
Tu religión fue el relámpago,
el silencio entre dos acordes,
la lágrima invisible que se esconde en un solo perfecto.
Hoy muchos seguimos buscando paz en medio del ruido,
pero gracias a ti, sabemos que el camino también se canta.
Que ser parte de la Religión Eléctrica
es vivir encendido por dentro,
aunque allá afuera todo esté oscuro.
Gracias por enseñarnos
que se puede orar con una canción.
—Desde esta esquina del mundo, donde el polvo todavía baila sobre los amplificadores.—
Esta es mi religión.
Soy de la Región Eléctrica.
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