EL "LOOK" DE DIEGO
Javier Sicilia
MÉXICO, D.F, 10 de enero.- Hacia el final de su vida, Iván Illich definió nuestra época como “la era del show”. Nada, bajo la mirada de los medios, escapa a él y, en consecuencia, nada escapa al look. Show y look van de la mano en un mundo económico. Si quieres ser consumido, si quieres tener éxito, fabrícate una imagen y monta un espectáculo, sobre todo en televisión. No en vano este aparato, puesto en circulación por Estados Unidos durante la depresión económica de los años treinta, tenía y continúa teniendo la función de aumentar el consumo. La vida política, como alguna vez lo escribí (El fetiche político), se ha vuelto eso. De allí la proliferación en ese terreno de la industria de la imagen. Se trata –como en los table-dance, donde las mujeres, ataviadas con todo tipo de fetiches, manifiestan un poder fálico– de capturar la mirada, de excitar el interés y provocar el deseo.
Cada vez que se acerca el proceso electoral esta maquinaria se pone en marcha para exaltar el fetiche del poder. Allí está Peña Nieto, prototipo del look y del show político: la sonrisa afable y seductora, el traje impecable, el peinado exquisito, la palabra exacta –siempre una promesa– y la mirada lejana, dominadora que, al igual que las bailarinas del table-dance, no se posa sobre nada, como una afirmación encubierta de la castración del espectador al mismo tiempo que ofrenda amorosa del hombre que domina todo: una mirada vacía de Medusa que quiere seducir sin mirar a nadie y sin abrirse sobre nada, y que se exalta con su propia fascinación y con la seducción de su onanismo: el hombre perfecto cuya fuerza fálica, que ha conquistado a una estrella de TV, quiere mostrarse desprovista de terror y capaz de llenar el profundo hueco de nuestro deseo de completud, de nuestra profunda castración social.
Sin embargo, la reciente aparición de Diego Fernández de Cevallos –de la que todos nos alegramos: siempre hay que alegrarse de una vida salvada por más siniestra que sea y condenar en todos los sentidos el secuestro– ha impuesto en medio del desastre que vivimos un nuevo look político, acorde con la miseria de los tiempos y poblado de todas las suspicacias que un PAN en plena debacle y necesitado de una imagen puede provocar: Diego, el bronco, el atrabiliario, el violentador de las leyes para su provecho, secuestrado el viernes 14 de mayo por un grupo de izquierda radical, reaparece frente a los medios de comunicación unos días antes de Navidad y unas horas después de ser liberado.
Su look no ha cambiado; se ha dinamizado. El hombre que días antes de su secuestro parecía, con su barba recortada, un encomendero moderno, resurge repentinamente de entre las densas sombras del país como un profeta que, llevado contra su voluntad –como todo profeta– al desierto, se ha enfrentado con los demonios más terribles del país –cierta izquierda radical que, en el uso del secuestro, se acerca al crimen organizado– y ha vuelto, vencedor, para traer una buena nueva: “Sólo quiero decirles que me encuentro bien, gracias a Dios, y que estoy fuerte (…) Uno de los temas que será capital, y lo hablé con mis plagiarios (en las muchas y fuertes discusiones que dijo haber sostenido con ellos), está el compromiso con ellos de pensar y de luchar por grandes causas que reclama México, su pobreza, su injusticia y su impunidad. Creo que tenemos que hacer de México un país de leyes, de instituciones, no de secuestradores, de asesinos, de ningún nivel, ni de ricos ni de pobres (…) Como hombre de fe, ya perdoné; y como ciudadano creo que las autoridades tienen una tarea pendiente, pero sin abuso, sin atropello, sin flagelaciones” (Proceso 1782).
Sus palabras son conmovedoras –quien, atacado por el alzheimer social, olvidó al anterior Diego, sucumbe–, también su look, la barba larga de profeta pero –acorde con el show mediático que lo preserva del terror bíblico– bien peinada y con el cabello recortado, la mirada severa, dominante, una chamarra y unos pants luidos, zarrapastrosos –ropa que le dieron sus plagiarios y que recuerda el atuendo de piel de camello del precursor de Cristo–. No lleva báculo. Trae, en cambio, un signo moderno de la realeza que lo sostiene, un Mercedes. Todo en el “nuevo” Diego, trabajado por los poderes del Espíritu en el desierto aciago que rodea al país, respira una humilde grandeza. Los fetiches de su nuevo look nos hablan de una perfección moral acrisolada bajo siete meses de sufrimiento. Un hombre fuerte que ha cargado con los pecados de su pueblo y ha vuelto triunfante del mal.
Con su aparición, el show de la política ha tomado un nuevo giro. Hay que crear nuevos looks y nuevos espectáculos, un gigantesco trabajo de simulación fálica que permita levantar el deseo castrado del país. Contra el look hollywoodense de Peña Nieto, contra el de hombre de izquierda europeo de Ebrard, contra el juarista de AMLO, contra el de Mario Puzzo del crimen organizado, contra el indefinido de la izquierda radical, surge el del profeta hebreo trasplantado a tierras mexicas que, habiendo cargado el sufrimiento del pueblo, ha vuelto del desierto y sus demonios para señalarnos el camino; y tras ellos, una vez más, la puesta en escena de la castración y la inmadurez de nuestra sociedad.
Además opinó que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.
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